ARTICULO 41 CONSTITUCIONAL NACIONAL ARGENTINA

"Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo. El daño ambiental generara prioritariamente la obligacion de recomponer, segun la establezca la ley. Las autoridades proveeran a la proteccion de este derecho, a la utilizacion racional de los recursos naturales, a la preservacion del patrimonio natural y cultural y de la diversidad biologica, y a la informacion y educacion ambientales. Corresponde a la Nacion dictar las normas que contengan los presupuestos minimos de proteccion, y a las provincias, las necesarias para complementarlas, sin que aquellas alteren las jurisdicciones locales. Se prohibe el ingreso al territorio nacional de residuos actual o potencialmente peligrosos y de los radiactivos".

Cuentos de Luján

El Exterminador

Cuando la constelación de Orión se posó sobre sus cabezas, un burbujeo atronador e

infernal comenzó a sentirse en el “pantano azul”. El profesor despertó aturdido.

Desde las entrañas mismas de la tierra empezaron a emerger cientos y miles de

ánimas, de viejos, niños, hombres y mujeres, que a lo largo del tiempo habían sido

devorados por el “monstruo de cromo”. Quebrando el silencio de la noche, con gritos

y gemidos desgarradores, suplicaban al unísono:

-¡Salva al pueblo…destruye al monstruo…profesor…todavía estás a tiempo!

El profesor Gino Locatti estaba obsesionado por salvar al planeta de su irremediable

desenlace fatal que -según sus predicciones- ocurriría en el 2050. Ciertamente esto no

sucedería si comenzaba a hacerse algo ya, para evitar la consumación de los tiempos.

Como lo hacía habitualmente, puso manos a la obra y salió a la caza de algún otro

“exterminador”.

Tomó la autopista hacia el oeste cuando imprevistamente observó que el instrumental

ubicado en el tablero de mando de su estrafalario automóvil le indicaba “falta de

carga”. Las dos enormes placas solares, instaladas sobre el techo, que proporcionaban

energía motriz, comenzaron a perder potencia.

El coche era de su propia invención. Él sostenía que los vehículos que se ofrecían en

el mercado contaminaban. Aquellos que funcionaban con combustibles derivados del

petróleo, emanaban gases nocivos y eran muy caros debido al increíble precio

internacional que había alcanzado el barril de crudo. Los que funcionaban a gas de

hidrógeno eran sólo prototipos y los alimentados por biocombustibles dejaron de

ensayarse porque escaseaba la materia orgánica. Los montes y bosques habían sido

arrasados para dar paso al “oro verde” -la soja transgénica-, sin importar las

consecuencias devastadoras sobre el bioma, que originan el monocultivo, los

pesticidas y fertilizantes. Además, la escasa producción de granos y caña de azúcar, de

los cuales se obtiene el etanol y el biodiesel, no alcanzaba para satisfacer el consumo

interno. La tierra estaba siendo arrasada sin piedad.

El profesor decidió, preventivamente no continuar y buscar auxilio en el primer poblado

que encontró. Giró a su derecha y sobre el techo de un arruinado refugio desteñido, de

color amarillo y negro, observó un cartel con forma de flecha en el que se alcanzaba a

leer: “Bienvenidos a Villa El Edén”.

Lentamente fue internándose en una inmensa nube gaseosa, apenas atravesada

tímidamente por los rayos solares. Con el último impulso se detuvo en lo que alguna

vez pudo haber sido una estación de servicio. Un corroído cartel de “YPF” se

balanceaba rítmicamente marcando el compás de una melodía en un tiempo muerto.

Serían las 11 de la mañana y no se veía un alma por las calles. El calor y la humedad

eran insoportables. Al bajar del automóvil percibió un fortísimo y pestilente olor que le

perforaba las fosas nasales.

Miró hacia un lado, y hacia el otro, y desde el caserío abandonado se oían voces de

otras vidas. Sobre las calles desdibujadas por el paso del tiempo, avanzaba la maleza

implacable devorándolo todo a su paso.

Definitivamente, su cabeza estalló en mil pedazos… El corazón le galopaba con un

ritmo descontrolado. Se sentía muy mal y temblaba como una hoja. Llevó sus manos a

los ojos, los restregó con fuerza y sus dedos se humedecieron de tristeza tal vez y de

irritación ocular seguramente.

En la esquina, a pocos metros de la estación de servicio, frente a las carcomidas vías del

tren se le interpuso un hombre que balbuceaba incoherencias en un idioma

incomprensible. Parecía un espectro viviente. Tendría 65 o tal vez 70 años, vaya uno a

saber, es difícil calcular la edad de los locos. Su rostro estaba cuarteado y sucio, pero

sus facciones revelaban ternura. La mirada era triste e inexpresiva y sus apagados ojos

celestes parecían estar buscándole algún sentido a la vida. Llevaba puesto un gorro de

tela que le cubría parcialmente su pelo gris, enmarañado y mugriento, una agujereada

camiseta de Boca, y a modo de collar, una gomera hecha con horqueta de ligustro, como

las que se usaban para cazar pajaritos, aunque pajaritos ya no había. Calzaba un

pantalón vaquero roto, ceñido a la cintura con un piolín, la bragueta abierta y a la altura

de las entrepiernas dos manchas gigantes de orín exhalaban un hedor que provocaba

náuseas. Sostenía fuertemente entre sus brazos contra el pecho, una botella de agua

mineral. Pero estaba vacía…

El Profesor se acercó discretamente, se detuvo a su lado y lo observó por un momento.

Le preguntó cómo se llamaba y, como era de esperar, aquel no le contestó. El loco

agachó la cabeza, caminó apresurado algunos metros y se escabulló. Un bocinazo y la

frenada brusca de un camión lo sacaron del letargo. Estaba caminando por la mitad de la

calle. El camionero, con anteojos ahumados lo maldijo a viva voz mientras le hacía

gestos obscenos. El desquiciado hombre ni lo miró, pero retomó su marcha por el

costado de la calzada.

El profesor estaba perplejo…No había signos de vida por ningún lado y todo le parecía

muy extraño…

Desde su arribo a ese pueblo, sólo se le cruzaron el loco y el chofer del camión, que se

perdió detrás de una enorme construcción con altísimas chimeneas que expedían

gigantescas y espesas nubes de humo negro. Lo que se suponía era una fábrica,

abarcaba varias manzanas y estaba limitada por un muro perimetral de varios metros de

altura.

Lo invadió entonces una profunda curiosidad… ¿Habría acertado con el primer

exterminador en ese lugar?. Sólo había una forma de saberlo: encontrar al loco y

preguntárselo.

Abrió el baúl de su auto y bajó una gastada mochila de lona verde con armazón de

caño. Había aprendido en sus juveniles tiempos de Boy Scout que el morral siempre

debía estar listo para afrontar cualquier contratiempo. Y éste, sin lugar a dudas, era uno

de ellos. Estaba provista de alimentos, algunas mantas, jabón y cepillo, ropa limpia, el

equipo de mate, y…

Necesitaba llenar el bidón con agua potable y no sabía a quién pedírsela. Recorrió

pacientemente el caserío, pero nadie contestaba. De pronto vio a un parroquiano que lo

espiaba temeroso detrás del cerco de su casa. Diligente el viejito le llenó el bidón y

aprovechó para contarle que mucho tiempo atrás se bombeaba el agua desde varios

kilómetros, porque ya no quedaban pozos y napas sin contaminar en el pueblo. El

profesor aprovechó entonces para preguntarle al anciano acerca del trastornado que

estaba buscando. El hombre le dijo que en el pueblo lo llamaban Yoryi y que había

sido muy inteligente. Él, y otros pocos pobladores habían podido escapar de las garras

del “monstruo de cromo”, que habitaba en las profundidades del “pantano azul”. Le

recomendó que tuviera mucho cuidado con él porque permanecía oculto y vigilante

para devorarse a cualquier mortal que pasara por allí. Así fue que Yoryi perdió toda su

familia y enloqueció. Desde entonces el loquito caminaba y caminaba todo el día

revolviendo los basureros y llevándose esa mierda a la boca. Al llegar la noche se va

a dormir debajo de la pasarela donde vela por sus seres queridos. En ese lugar lo podría

encontrar y el viejo le indicó cómo llegar…

El profesor Gino Locatti le agradeció al anciano la gauchada y le quiso dejar una

propina, pero éste la rechazó ofendido. Entonces lo saludó y salió presuroso al

encuentro de Yoryi. Sospechaba que este personaje mantenía guardado el gran secreto

de lo que ocurría en ese extraño lugar.

Después de recorrer varias cuadras logró dar nuevamente con aquel excéntrico

personaje, que se dirigía al “pantano azul”, llamado así porque alguna vez había sido

un hermoso y límpido río de llanura designado con el nombre de algún adelantado

Capitán español, pero de aquello, ahora sólo quedaba un fangal de cromo y otros

metales pesados. Se le puso a la par y sin mediar palabras atravesaron raudamente el

pueblo por la “avenida de las palmeras”. A la sazón permanecían erguidos sólo sus

troncos extintos.

Apuraron la marcha porque el sol los calcinaba. El índice UV era muy elevado debido a

la ruptura de la capa de ozono, y como ya no quedaban muchos árboles vivos en el

poblado para dar sombra y generar oxígeno, sintieron que se asfixiaban. El olor pútrido

que se percibía era insoportable. Finalmente pudieron resguardarse debajo del

puentecito llamado “la pasarela”, aunque ya no corría más agua limpia. A la vera del

antiguo río sólo quedaban los restos de árboles con formas fantasmagóricas acicaladas

con millares de bolsas de nylon y botellas de plástico. No era el lugar más confortable,

pero por lo menos estaban protegidos de los rayos solares y de la lluvia ácida.

De repente, una ensordecedora sirena comenzó a sonar y un taconeo, uniforme y

rítmico, retumbó fuertemente allí abajo. Gino Locatti trepó la barranca, subió hasta “la

pasarela” y se topó con una interminable fila de hombres y mujeres, vestidos con ropa

antiflama y provistos de una especie de escafandra parecida a las que usan los

astronautas. Sobre sus espaldas cargaban unos tubos que tenían pintados la palabra

OXIGENO. No parecían ser humanos, sino un ejército de androides, que se iban

desfigurando a medida que traspasaban los límites del infierno…

Pasado cierto tiempo, cuando Yoryi se tranquilizó, el profesor tomó el bidón de agua

limpia y comenzó a lavarlo. El loco se quedó quietito como un bebé exhibiendo

púdicamente su cadavérico cuerpo. Luego de secarlo lo arropó con algunas prendas

limpias que había llevado.

Se sentaron sobre unas piedras, improvisaron un fogón con leñas del lugar y

merendaron sin mediar palabras. Era curioso ver la fruición con que Yoryi lo devoraba

todo. ¿Cuánto tiempo haría que este hombre no comía? Llegó la noche…y cuando se

disponían a dormir… ¡Oh sorpresa…! Yoryi comenzó a hablar y cada vez con mayor

fluidez. Aunque parecía que deliraba, sus dichos mantenían coherencia. Había entrado

en una especie de trance.

Comenzó recordando que hacía mucho, pero mucho tiempo, éste había sido un lugar

paradisíaco. Las calles estaban bordeadas de cientos de paraísos, tilos, tipas, sophoras,

fresnos y otras especies arbóreas. Las casas eran construidas de material y los frentes

lucían coloridos jardines. Todos tenían trabajo y la gente vivía sana y feliz. Se consumía

agua del pozo, límpida y fresca. El aire era puro y podía percibirse el aroma de la

naturaleza viva. La gente se bañaba en el río y se entretenía pescando o paseando en

bote. Cada lugareño era propietario de grandes terrenos, que generosamente le

retribuían con los más variados frutos de la huerta y con los animales de corral que se

criaban en la granja. Todo era natural y orgánico, sin anabólicos, ni fertilizantes, ni

pesticidas, ni químicos… ¿Estaba Yoryi diciendo la verdad –se preguntaba el Profesoro

desvariaba?

Entre risas y llantos el desquiciado hombrecillo prosiguió con el relato. Cuando el

“exterminador” comenzó a lanzar toda su furia contaminante los habitantes del pueblo

tuvieron que utilizar equipos con máscara de oxígeno para sobrevivir…Estos equipos

anti smog eran provistos por el Centro Municipal en forma gratuita. Más tarde se supo

que eran adquiridos con recursos económicos que pagaba la empresa contaminante en

carácter de resarcimiento por los daños ecológicos que causaba. Claro está que las

mayores utilidades del “exterminador” regresaban a su país de origen y aquí sólo

dejaba desolación y muerte

Hasta ese momento, el profesor Locatti no lo había interrumpido, pero su ansiedad por

saber qué le había pasado había sido tan grande que se atrevió a preguntárselo.

El loco tomó su tiempo para responder. Respiró profundo, miró hacia arriba como

buscando las palabras justas y en otro flash de lucidez, le contestó:

-Amigo, yo supe ocupar un importante cargo en ese “monstruo de cromo”- y señaló

con el dedo “el exterminador”, donde el Profesor vio ingresar a los androides. Trabajaba

noche y día para aumentar la producción y poder ganar más dinero. No dormía

pensando nuevas técnicas, procesos productivos y fórmulas químicas para competir en

el mercado. La industria creció en forma descontrolada. Hicieron cuanta maniobra

pudieron para quedarse con todo: las casas aledañas -compradas por nada ya que

estaban devaluadas y desocupadas-, campos improductivos, con el agua…

Coimearon políticos, funcionarios y jueces para arrojar los desechos al río. No

invirtieron ni un solo peso en tecnología para sanear la tierra, el aire o el agua. Nadie

los controlaba. Finalmente lograron lo que quisieron…

-¿Y qué lograron?- le peguntó impaciente el profesor.

-Que la gente abandonara el pueblo o muriera de a poco en manos del “exterminador”

-contestó Yoryi con la cabeza gacha.

Al momento se dio vuelta, enjugó las lágrimas y se durmió.

“Cuentos del Grillo” (por Guillermo Bertini)

Diciembre de 2007

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