El Exterminador
Cuando la constelación de Orión se posó sobre sus cabezas, un burbujeo atronador e
infernal comenzó a sentirse en el “pantano azul”. El profesor despertó aturdido.
Desde las entrañas mismas de la tierra empezaron a emerger cientos y miles de
ánimas, de viejos, niños, hombres y mujeres, que a lo largo del tiempo habían sido
devorados por el “monstruo de cromo”. Quebrando el silencio de la noche, con gritos
y gemidos desgarradores, suplicaban al unísono:
-¡Salva al pueblo…destruye al monstruo…profesor…todavía estás a tiempo!
El profesor Gino Locatti estaba obsesionado por salvar al planeta de su irremediable
desenlace fatal que -según sus predicciones- ocurriría en el 2050. Ciertamente esto no
sucedería si comenzaba a hacerse algo ya, para evitar la consumación de los tiempos.
Como lo hacía habitualmente, puso manos a la obra y salió a la caza de algún otro
“exterminador”.
Tomó la autopista hacia el oeste cuando imprevistamente observó que el instrumental
ubicado en el tablero de mando de su estrafalario automóvil le indicaba “falta de
carga”. Las dos enormes placas solares, instaladas sobre el techo, que proporcionaban
energía motriz, comenzaron a perder potencia.
El coche era de su propia invención. Él sostenía que los vehículos que se ofrecían en
el mercado contaminaban. Aquellos que funcionaban con combustibles derivados del
petróleo, emanaban gases nocivos y eran muy caros debido al increíble precio
internacional que había alcanzado el barril de crudo. Los que funcionaban a gas de
hidrógeno eran sólo prototipos y los alimentados por biocombustibles dejaron de
ensayarse porque escaseaba la materia orgánica. Los montes y bosques habían sido
arrasados para dar paso al “oro verde” -la soja transgénica-, sin importar las
consecuencias devastadoras sobre el bioma, que originan el monocultivo, los
pesticidas y fertilizantes. Además, la escasa producción de granos y caña de azúcar, de
los cuales se obtiene el etanol y el biodiesel, no alcanzaba para satisfacer el consumo
interno. La tierra estaba siendo arrasada sin piedad.
El profesor decidió, preventivamente no continuar y buscar auxilio en el primer poblado
que encontró. Giró a su derecha y sobre el techo de un arruinado refugio desteñido, de
color amarillo y negro, observó un cartel con forma de flecha en el que se alcanzaba a
leer: “Bienvenidos a Villa El Edén”.
Lentamente fue internándose en una inmensa nube gaseosa, apenas atravesada
tímidamente por los rayos solares. Con el último impulso se detuvo en lo que alguna
vez pudo haber sido una estación de servicio. Un corroído cartel de “YPF” se
balanceaba rítmicamente marcando el compás de una melodía en un tiempo muerto.
Serían las 11 de la mañana y no se veía un alma por las calles. El calor y la humedad
eran insoportables. Al bajar del automóvil percibió un fortísimo y pestilente olor que le
perforaba las fosas nasales.
Miró hacia un lado, y hacia el otro, y desde el caserío abandonado se oían voces de
otras vidas. Sobre las calles desdibujadas por el paso del tiempo, avanzaba la maleza
implacable devorándolo todo a su paso.
Definitivamente, su cabeza estalló en mil pedazos… El corazón le galopaba con un
ritmo descontrolado. Se sentía muy mal y temblaba como una hoja. Llevó sus manos a
los ojos, los restregó con fuerza y sus dedos se humedecieron de tristeza tal vez y de
irritación ocular seguramente.
En la esquina, a pocos metros de la estación de servicio, frente a las carcomidas vías del
tren se le interpuso un hombre que balbuceaba incoherencias en un idioma
incomprensible. Parecía un espectro viviente. Tendría 65 o tal vez 70 años, vaya uno a
saber, es difícil calcular la edad de los locos. Su rostro estaba cuarteado y sucio, pero
sus facciones revelaban ternura. La mirada era triste e inexpresiva y sus apagados ojos
celestes parecían estar buscándole algún sentido a la vida. Llevaba puesto un gorro de
tela que le cubría parcialmente su pelo gris, enmarañado y mugriento, una agujereada
camiseta de Boca, y a modo de collar, una gomera hecha con horqueta de ligustro, como
las que se usaban para cazar pajaritos, aunque pajaritos ya no había. Calzaba un
pantalón vaquero roto, ceñido a la cintura con un piolín, la bragueta abierta y a la altura
de las entrepiernas dos manchas gigantes de orín exhalaban un hedor que provocaba
náuseas. Sostenía fuertemente entre sus brazos contra el pecho, una botella de agua
mineral. Pero estaba vacía…
El Profesor se acercó discretamente, se detuvo a su lado y lo observó por un momento.
Le preguntó cómo se llamaba y, como era de esperar, aquel no le contestó. El loco
agachó la cabeza, caminó apresurado algunos metros y se escabulló. Un bocinazo y la
frenada brusca de un camión lo sacaron del letargo. Estaba caminando por la mitad de la
calle. El camionero, con anteojos ahumados lo maldijo a viva voz mientras le hacía
gestos obscenos. El desquiciado hombre ni lo miró, pero retomó su marcha por el
costado de la calzada.
El profesor estaba perplejo…No había signos de vida por ningún lado y todo le parecía
muy extraño…
Desde su arribo a ese pueblo, sólo se le cruzaron el loco y el chofer del camión, que se
perdió detrás de una enorme construcción con altísimas chimeneas que expedían
gigantescas y espesas nubes de humo negro. Lo que se suponía era una fábrica,
abarcaba varias manzanas y estaba limitada por un muro perimetral de varios metros de
altura.
Lo invadió entonces una profunda curiosidad… ¿Habría acertado con el primer
exterminador en ese lugar?. Sólo había una forma de saberlo: encontrar al loco y
preguntárselo.
Abrió el baúl de su auto y bajó una gastada mochila de lona verde con armazón de
caño. Había aprendido en sus juveniles tiempos de Boy Scout que el morral siempre
debía estar listo para afrontar cualquier contratiempo. Y éste, sin lugar a dudas, era uno
de ellos. Estaba provista de alimentos, algunas mantas, jabón y cepillo, ropa limpia, el
equipo de mate, y…
Necesitaba llenar el bidón con agua potable y no sabía a quién pedírsela. Recorrió
pacientemente el caserío, pero nadie contestaba. De pronto vio a un parroquiano que lo
espiaba temeroso detrás del cerco de su casa. Diligente el viejito le llenó el bidón y
aprovechó para contarle que mucho tiempo atrás se bombeaba el agua desde varios
kilómetros, porque ya no quedaban pozos y napas sin contaminar en el pueblo. El
profesor aprovechó entonces para preguntarle al anciano acerca del trastornado que
estaba buscando. El hombre le dijo que en el pueblo lo llamaban Yoryi y que había
sido muy inteligente. Él, y otros pocos pobladores habían podido escapar de las garras
del “monstruo de cromo”, que habitaba en las profundidades del “pantano azul”. Le
recomendó que tuviera mucho cuidado con él porque permanecía oculto y vigilante
para devorarse a cualquier mortal que pasara por allí. Así fue que Yoryi perdió toda su
familia y enloqueció. Desde entonces el loquito caminaba y caminaba todo el día
revolviendo los basureros y llevándose esa mierda a la boca. Al llegar la noche se va
a dormir debajo de la pasarela donde vela por sus seres queridos. En ese lugar lo podría
encontrar y el viejo le indicó cómo llegar…
El profesor Gino Locatti le agradeció al anciano la gauchada y le quiso dejar una
propina, pero éste la rechazó ofendido. Entonces lo saludó y salió presuroso al
encuentro de Yoryi. Sospechaba que este personaje mantenía guardado el gran secreto
de lo que ocurría en ese extraño lugar.
Después de recorrer varias cuadras logró dar nuevamente con aquel excéntrico
personaje, que se dirigía al “pantano azul”, llamado así porque alguna vez había sido
un hermoso y límpido río de llanura designado con el nombre de algún adelantado
Capitán español, pero de aquello, ahora sólo quedaba un fangal de cromo y otros
metales pesados. Se le puso a la par y sin mediar palabras atravesaron raudamente el
pueblo por la “avenida de las palmeras”. A la sazón permanecían erguidos sólo sus
troncos extintos.
Apuraron la marcha porque el sol los calcinaba. El índice UV era muy elevado debido a
la ruptura de la capa de ozono, y como ya no quedaban muchos árboles vivos en el
poblado para dar sombra y generar oxígeno, sintieron que se asfixiaban. El olor pútrido
que se percibía era insoportable. Finalmente pudieron resguardarse debajo del
puentecito llamado “la pasarela”, aunque ya no corría más agua limpia. A la vera del
antiguo río sólo quedaban los restos de árboles con formas fantasmagóricas acicaladas
con millares de bolsas de nylon y botellas de plástico. No era el lugar más confortable,
pero por lo menos estaban protegidos de los rayos solares y de la lluvia ácida.
De repente, una ensordecedora sirena comenzó a sonar y un taconeo, uniforme y
rítmico, retumbó fuertemente allí abajo. Gino Locatti trepó la barranca, subió hasta “la
pasarela” y se topó con una interminable fila de hombres y mujeres, vestidos con ropa
antiflama y provistos de una especie de escafandra parecida a las que usan los
astronautas. Sobre sus espaldas cargaban unos tubos que tenían pintados la palabra
OXIGENO. No parecían ser humanos, sino un ejército de androides, que se iban
desfigurando a medida que traspasaban los límites del infierno…
Pasado cierto tiempo, cuando Yoryi se tranquilizó, el profesor tomó el bidón de agua
limpia y comenzó a lavarlo. El loco se quedó quietito como un bebé exhibiendo
púdicamente su cadavérico cuerpo. Luego de secarlo lo arropó con algunas prendas
limpias que había llevado.
Se sentaron sobre unas piedras, improvisaron un fogón con leñas del lugar y
merendaron sin mediar palabras. Era curioso ver la fruición con que Yoryi lo devoraba
todo. ¿Cuánto tiempo haría que este hombre no comía? Llegó la noche…y cuando se
disponían a dormir… ¡Oh sorpresa…! Yoryi comenzó a hablar y cada vez con mayor
fluidez. Aunque parecía que deliraba, sus dichos mantenían coherencia. Había entrado
en una especie de trance.
Comenzó recordando que hacía mucho, pero mucho tiempo, éste había sido un lugar
paradisíaco. Las calles estaban bordeadas de cientos de paraísos, tilos, tipas, sophoras,
fresnos y otras especies arbóreas. Las casas eran construidas de material y los frentes
lucían coloridos jardines. Todos tenían trabajo y la gente vivía sana y feliz. Se consumía
agua del pozo, límpida y fresca. El aire era puro y podía percibirse el aroma de la
naturaleza viva. La gente se bañaba en el río y se entretenía pescando o paseando en
bote. Cada lugareño era propietario de grandes terrenos, que generosamente le
retribuían con los más variados frutos de la huerta y con los animales de corral que se
criaban en la granja. Todo era natural y orgánico, sin anabólicos, ni fertilizantes, ni
pesticidas, ni químicos… ¿Estaba Yoryi diciendo la verdad –se preguntaba el Profesoro
desvariaba?
Entre risas y llantos el desquiciado hombrecillo prosiguió con el relato. Cuando el
“exterminador” comenzó a lanzar toda su furia contaminante los habitantes del pueblo
tuvieron que utilizar equipos con máscara de oxígeno para sobrevivir…Estos equipos
anti smog eran provistos por el Centro Municipal en forma gratuita. Más tarde se supo
que eran adquiridos con recursos económicos que pagaba la empresa contaminante en
carácter de resarcimiento por los daños ecológicos que causaba. Claro está que las
mayores utilidades del “exterminador” regresaban a su país de origen y aquí sólo
dejaba desolación y muerte
Hasta ese momento, el profesor Locatti no lo había interrumpido, pero su ansiedad por
saber qué le había pasado había sido tan grande que se atrevió a preguntárselo.
El loco tomó su tiempo para responder. Respiró profundo, miró hacia arriba como
buscando las palabras justas y en otro flash de lucidez, le contestó:
-Amigo, yo supe ocupar un importante cargo en ese “monstruo de cromo”- y señaló
con el dedo “el exterminador”, donde el Profesor vio ingresar a los androides. Trabajaba
noche y día para aumentar la producción y poder ganar más dinero. No dormía
pensando nuevas técnicas, procesos productivos y fórmulas químicas para competir en
el mercado. La industria creció en forma descontrolada. Hicieron cuanta maniobra
pudieron para quedarse con todo: las casas aledañas -compradas por nada ya que
estaban devaluadas y desocupadas-, campos improductivos, con el agua…
Coimearon políticos, funcionarios y jueces para arrojar los desechos al río. No
invirtieron ni un solo peso en tecnología para sanear la tierra, el aire o el agua. Nadie
los controlaba. Finalmente lograron lo que quisieron…
-¿Y qué lograron?- le peguntó impaciente el profesor.
-Que la gente abandonara el pueblo o muriera de a poco en manos del “exterminador”
-contestó Yoryi con la cabeza gacha.
Al momento se dio vuelta, enjugó las lágrimas y se durmió.
“Cuentos del Grillo” (por Guillermo Bertini)
Diciembre de 2007
Diciembre de 2007
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